lunes, 19 de mayo de 2008

29 DE SEPTIEMBRE DE 2004. (Fecha de este escrito)

Recuerdos. Es lo único que tenemos. Lo único que somos. Son aquellas cosas que llevamos muy dentro de nosotros. Aquellas sensaciones y momentos que de vez en cuando salen a la luz y nos recuerdan que alguna vez vivimos.

La última vez que pasee por Barcelona lo hice por la Avenida Del Paralelo. Es curioso, pero después de dos años y medio viviendo allí nunca había paseado por ese lugar. Recuerdo que el sol estaba a punto de irse y las sombras de los edificios se proyectaban con fuerza por todos los rincones, como si sus cuerpos y con ellos sus formas se negaran a caer en el olvido.
Desde el coche observe a las personas anónimas que iban caminando por la calle y de pronto me vino un pensamiento extraño, incomodo, de arrepentimiento. Sentía profundamente haberme dado cuenta que todas aquellas gentes, con sus historias, sus vidas y sus momentos se esfumaran en aquel mismo instante en el cual las dejaba atrás y con ello la oportunidad de haber conocido algo más de ellas mismas… O quizás nada.

Recuerdo que mire a mi izquierda y comencé a ver las estrechas calles y pasajes que daban a parar al barrio chino, El Raval, un barrio del cual me enamoré desde el primer momento que lo vi.
Sus ropas tendidas de lado a lado de las casas en viejos tendederos hacían presagiar que dentro de todos esos habitáculos había alguien que como yo navegaba en esta extraña incertidumbre que es la vida.

Giramos a la izquierda hasta Colón y una vez allí me dio miedo mirar hacía arriba, hacía las Ramblas, donde tantos y tantos días además de pasear mi cuerpo cansado y sin vida había echo lo mismo con mis pensamientos, mis deseos, mis miedos… Mis ilusiones.

Volví la cara buscando aíre o lo que es lo mismo buscando la negación de todo aquello que durante tanto tiempo había soñado con tanta agonía y ganas: la libertad que una ciudad desconocida podía proporcionar a alguien que como yo estaba dispuesto a dejarse llevar donde fuera.

Nos adentramos en la carretera que bordea cerca del puerto y del cementerio la montaña de Monjuit y cuando pude comprobar que la ciudad quedaba ya atrás sentí un extraño alivio, una sensación de leve saciedad que en cierto modo escondía la historia de un fracaso.

Cerré los ojos e intente memorizar aquel sentimiento que poco a poco se iba apoderando de mí. No estaba dispuesto a olvidarlo tan fácilmente ya que era la señal de que había aprendido algo en el extraño camino que dos años y medio antes había iniciado con mi partida del Sur hacía Barcelona: Siempre se aprende algo. Siempre. Quizás no lo que uno espera, pero si lo que uno necesita saber para seguir.

¿Seguir donde?. Aquí. En esto que tan fácilmente llamamos vida o existencia, que en cualquier caso viene a ser lo mismo.

Barcelona… Es difícil definir a grosso modo lo que una ciudad o cualquier lugar significan para alguien. Para mi la ciudad de Barcelona era tantas cosas… y a la vez nada. Era el barrio gótico, un beso, la soledad, campanas lejanas de la catedral, calles oscuras, Andrea; de la novela “Nada”, de Carmen Laforet, alguna que otra canción, noches llenas de ilusión, pasos perdidos entre calles desconocidas y desordenadas, ilusiones por crear algo que confirmara que mi viaje había merecido realmente la pena, recuerdos del sur, charlas caladas en la humedad del mar…

No me gustan los principios; me aburren. En general nunca he creído en que todo tiene un comienzo y un final. Me gusta pensar que en realidad seguimos una línea recta, con varios altos en el camino pero siempre arrastrando aquello que somos, aquello que nos pasa, nos paso y nos pasará, como un juego extraño donde todas las piezas encajan por arte de magia y emergen de la nada. Sin ningún porque.

Recuerdo que el día de la partida era un día frío, triste, desorientado.
Desde las ventanas del tren observe como la luz del amanecer empezaba a atrapar a los olivos que se extendían más allá de donde mi vista podía alcanzar.
Un par de canciones vienen a mis oídos, canciones no necesariamente alegres pero que a mí, con toda la ilusión acumulada, me llenaban de energía para afrontar la nueva vida que me esperaba. O eso pensaba yo.
Pasada la ciudad de Valencia y con numerosos campos de naranjos de testigo me tome un vermouth blanco, solo, en un pequeño vaso de plástico de esos que te ponen en los bares de los trenes.
Me relaje sobre la vista de unos acantilados cerca o ya pasada la provincia de Tarragona. Las olas del mar chocaban relajadamente contra las rocas y los colores del agua pasaban del azul oscuro al gris, luego al negro más absoluto… Y el sol allá arriba, a punto de desaparecer.

La humedad de la ciudad de Barcelona me calo los huesos en cuanto salí de la estación de Sants.
Desde el coche observe la preciosa iluminación que rodeaba la fuente de la plaza de España y por fin entendí que ya me encontraba en el lugar donde siempre había soñado.

Dos días más tarde me paso algo extraño, pero que recuerdo con mucho cariño pues no hacían sino confirmar que por primera vez en toda mi vida estaba haciendo algo que de verdad me gustaba y me llenaba.
Al salir de una calle y doblar la esquina divise a lo lejos la inmensa silueta de la Sagrada Familia. Allí estaba. Tantas y tantas veces la había visto en fotos e ilustraciones de libros y por fin iba a comprobar realmente la hermosura de tal importante monumento.

De pronto mis ojos se llenaron de lágrimas. Durante un segundo me avergoncé de mi mismo pues no es muy normal que semejante cosa ocurra, sobre todo cuando uno esta curado de espanto y ya casi nada le emociona; pero al ver toda aquella construcción desde la lejanía me sobrevino un temblor, un estremecimiento y entonces me deje llevar por todo aquello que sentía.

Cuando me puede acercar a la Sagrada Familia y la divise desde abajo me di cuenta que no era ni tan grande, ni tan hermosa de cómo la había visto en libros, fotos y demás. Tenía la curiosa sensación de hallarme ante un decorado de cine, hueco por detrás, como aquellos que se utilizan en las películas de vaqueros.

No lo pensé en aquel momento pero mi desilusión con respecto a aquella obra arquitectónica bien podría haber sido la señal de que no todo iba a ser como yo había esperado.

En cambio Paseo de Gracia y más concretamente su ala izquierda si subes desde Plaza de Cataluña, me pareció un recorrido fantástico. Tantas personas ajenas a mí, tanto ritmo, casas inmensas y centenarias de diversas alturas, formas… y sobre todo, a lo lejos, rayando el sol, la montaña del Tibidavo; impávida, como vigilando todos los movimientos de los habitantes de Barcelona.

Recuerdo aquella tarde como algo especial. Todo lo miraba con ojos de niño pequeño, con inocencia, curiosidad, sin prisas pero sin pausas, saboreando cada momento, cada olor, cada pequeña o gran luz que por mi ingenua mirada captaba.

Ya por la noche dejamos el coche en el barrio de la Barceloneta y bordeamos el puerto hasta llegar al Maremagnun.
Después de bailar un buen rato en las discotecas del centro comercial mi primo y yo nos sentamos en un banco mirando al mar.

-Tenia ganas de que ya estuvieras aquí.-Me dijo.
-Créeme, yo mucho más.-Le respondí.

Nos quedamos un minuto en silencio mirando las aguas que tranquilas nos rodeaban.

-Lo pasaremos bien, ya verás.-Me dijo.
-Eso espero.-Le conteste.

Recorrimos con el coche todas las calles de la ciudad. Me sorprendió comprobar que, en contra a lo que yo había pensado en un principio, las calles se encontraban vacías, sin vida, como si todo el mundo se hubiera esfumado de pronto. No se porque pero en el Sur me había echo a la idea de que las noches de Barcelona eran frenéticas, como las de Madrid, las avenidas llenas de gente que salían de bailar en un local, que paseaban a sus perros o sus amores o que simplemente volvían a casa después de comprar la primera edición del periódico… pero aquella soledad me pareció brutal, casi desconcertante, pero hermosa a la vez. Y casi en silencio la ciudad de Barcelona se hizo un hueco en mi corazón.







2 comentarios:

Anónimo dijo...

no es bueno vivir en el pasado.
yo miro hacia adelante porque sino la vida se pasa. y cuando te has dado cuenta, ya solo es un recuerdo.

Anónimo dijo...

Los que olvidan el pasado siempre dicen que "no es bueno vivir en el pasado". Los que no olvidamos el pasado tanto lo bueno cómo lo malo que hicimos estamos preparados para vivir el presente y soñar con el futuro.

Nunca te fíes de una persona que te dice "no es bueno vivir en el pasado", para esta persona el pasado no fué nada y tampoco fueron nada ni las personas ni los lugares ni los momentos.

No hagas caso.

Consejo de alguién que te quiere mucho.